Hace más de un año, cuando empecé a poner mi foco de
atención en el acompañamiento de las familias que han perdido a un ser querido,
me explicaron una historia impactante, que desde entonces no me he podido
quitar de la cabeza. Situemos el caso.
Una maestra, con más de 40 años de experiencia, me explica
el caso de un alumno de su colegio, de 7 años de edad, a quien se le había
muerto su padre. El dolor fue intensísimo y especialmente el dolor de una madre
que no sabía cómo gestionar el tema ni tampoco cómo afrontar los sentimientos
de su hijo.
La mujer no sabía qué hacer y aunque durante el
proceso de enfermedad de su esposo el niño conocía la situación, nunca lo habló
abiertamente con él. Llegó el momento de la agonía y las dudas proseguían, por
lo que la madre fue a hablar con la maestra del niño y ambas acordaron –seguramente
ante la falta de habilidades- abordar el asunto tras la muerte del padre. Y dejaron
al niño al margen.
Fueron pasando los días hasta que el padre murió,
sin poderse despedir del hijo ni el niño de él, y llegó el momento de velarlo y
de enterrarlo. Y el niño no supo la noticia hasta días después.
Desconozco cómo acabó la historia ni cómo reaccionó
el niño en el momento de conocer la muerte del padre. ¿Hubo rabia, tristeza,
desilusión o simplemente compasión por un hecho que nadie le había explicado pero
que conocía?
Explico un caso real, un poco límite, pero que me ha
venido a la cabeza en otras situaciones, mucho más comunes. ¿Cómo reaccionamos
ante nuestros hijos cuando hay un abuelo, una abuela u otro familiar que está
pasando por un proceso de larga enfermedad que muy probablemente le conducirá
hasta la muerte? ¿Se lo explicamos? ¿Les hacemos partícipes de la situación,
teniendo en cuenta su edad? ¿O simplemente hacemos ver que la situación no
existe y disimulamos nuestro dolor?
Si a nivel social todavía hay mucho camino para recorrer
en cuanto a la cultura del duelo, en el ámbito educativo también hay un buen
trecho para andar. Lo ponía de manifiesto ya hace tiempo una educadora de una
granja escuela en una carta al director que le publicaron en La Vanguardia y en
el que explicaba el caso de una niña a la que se le había muerto un familiar.
“Me di cuenta que lo primero que teníamos que hacer
era aceptar su dolor y debíamos tenerlo presente y respetarlo porque era suyo y
de nadie más. Y yo no tenía derecho de sacárselo ni escondérselo y aún menos de
hacérselo desaparecer, distrayéndola, haciendo 10.000 actividades o
sobreprotegiéndola de las trabas diarias para evitar más padecimientos. No,
cuando tienes un dolor profundo no lo puedes distraer, aunque seas una criatura”.
En pleno siglo XXI, existen muchos recursos, tanto
en formato digital como en librerías especializadas, que los padres y los
educadores pueden utilizar para acompañar a los más pequeños en el dolor que
supone la pérdida de un amigo o familiar. Y que, a la vez, nos pueden ayudar a
los adultos a destapar el miedo y el tabú de la muerte, que por cuestiones sociales,
históricas y religiosas, todavía perdura.